Quédate día feliz 2006
Quédate día feliz
Prelude for meditation
Vídeo
‘A mí me salvó el amor’
vídeo, 8:51 min
dirección: Paloma Pájaro
realización: TMori
imágenes: Equipo Moral
pieza electroacústica de Iñaki Estrada Torío
año 2006
Seleccionado en el JIEM XV “Videocreación y música contemporánea”. Museo Reina Sofía.
“La petición de Paloma era la de crear un espacio pluridimensional en el que la música pudiera integrarse coexistiendo con la pintura. A tal efecto la música ha sido enteramente compuesta por ordenador utilizando tomas de sonido de diversos instrumentos, en realidad, de casi todos. Una vez grabados comienza un proceso de edición del material, de modificación del sonido mediante síntesis digital, antes de llegar a un montaje final, especie de collage sonoro. Esta música carece, en cierto modo, de un sentido de la dramaturgia dado que lo que Paloma buscaba eran espacios estáticos. Sin embargo hemos acordado darle cierta direccionalidad, que toda la obra gire en torno a un único gran éxtasis que nos lleve de la catarsis al principio mismo de la obra.”
Quédate día feliz
Pintura de mediano formato (140 x 70 cm) y gran formato (490 x 125 cm).
Acrílico y lápices de color sobre tabla.
Presentado en:
2008 Fallen Angels. Da2, Domus Artium 2002. Salamanca.
2008 ‘A mí me salvó el amor’, obra exhibida en el JIEM XV “Videocreación y música contemporánea”. Museo Reina Sofía, Madrid.
2007 HETEROTOPÍAS Oktogon HfBK Dresden. Alemania.
2007 MIxed emotions. Apuntes para una colección del s XXI. Da2 y Fundación Coca Cola.
2007 Feria de Arte de Lisboa. Galería Benito Esteban.
2007 ART/salamanca/07. Feria de arte contemporáneo. Galería Benito Esteban.
2007 Sala Coll Alas, Ayuntamiento de Gandia. Proyecto Quédate día feliz.
2006 ARTE SANTANDER, XVI Feria de Arte Contemporáneo. Galería Benito Esteban.
2006 Galería MCO, Oporto.
2006 Da2 (Domus Artium 2002, Salamanca). Proyecto Quédate día feliz.
Obra en colecciones:
Da2 (Domus Artium 2002), Salamanca
Universidad Politécnica de Valencia
Ayuntamiento de Gandía
Quédate día feliz
Paloma Pájaro, Salamanca 2006.
El rostro humano es una fuerza vacía… a veces he traído, junto a las caras humanas, a objetos, árboles y animales porque no estoy seguro todavía de hasta dónde llegan los límites del cuerpo y del yo humanos. Antonin Artaud, El rostro humano.
La última fase de este estudio ha derivado en los dos últimos años (2006-08), hacia formas de expresión multidisciplinares, en un deseo de reformular la estructura pictórica, soporte fundamental de mi trabajo, forzando la interacción entre códigos plásticos de distinta naturaleza.
Esta última etapa se ha revelado como una consecuencia natural dentro del proceso de análisis y experimentación del montaje, entendido éste en relación con mi trabajo como un elemento radical para la construcción y canalización de sus contenidos semánticos.
El proyecto «Quédate día feliz» se presenta como una búsqueda de las metáforas plásticas capaces de expresar parte del complejo entramado de la naturaleza humana, tanto en su dimensión individual como colectiva, al aproximarse al estudio de los superorganismos a los que dan lugar las comunidades humanas. En sus motivaciones originales indaga acerca de los espacios virtuales de la felicidad, aquellos sobre los que el individuo proyecta sus deseos de bienestar y felicidad futura, así como de los errores de cálculo que le son habituales y sus consecuencias más o menos perdurables e identificables —frustración, ansiedad, infelicidad—. En cierto modo se podría decir que la línea argumentativa de este proyecto no se inspira en la incapacidad de los seres humanos para ser felices sino, más bien, en su inextricable capacidad para imaginar que pueden llegar a serlo.
Serie «Quédate día feliz».
5 piezas: Imagen múltiple y de formato variable siempre en la proporción de una parte de arquitectura por una o dos de figura humana.
Tamaño total: 50 x 140 cm o bien 50 x 210 cm cada pieza.
Técnica: Pintura acrílica y lápices de color sobre tabla.
Montaje: Aluminio de color plata mate y lexán, cámara de aire de 15 mm.
Las grandes masas de vegetación y piel se presentan muy modeladas —acrílico y lápices— para conseguir calidades orgánicas y sensuales.
Los cielos, los volúmenes arquitectónicos y el asfalto así como los fondos, la ropa y el pelo de las figuras humanas son resueltas de forma sintética: los volúmenes se estructuran a partir de dos únicos planos de luz y sombra que son rellenados con acrílicos en color plano y uniforme.
La fase previa a la ejecución de las pinturas se desarrolla a partir del soporte fotográfico. La parte dedicada a la arquitectura se centra en retratos de apartamentos de playa de la comarca de Gandía fotografiados en invierno, por lo que aparecen vacíos y cerrados. Frente a las grandes moles arquitectónicas de personalidad diluida que suelen proliferar en estas zonas de veraneo, he optado por ese otro tipo de casa de verano generalmente adornada con jardines, patios o terrazas y que poseen un carácter más particular y deseable. Para la documentación de los escenarios, he elegido puntos de vista en los que la masa arquitectónica queda prácticamente anulada, desaparecida tras la exuberante vegetación, generalmente de tipo tropical, que les antecede. He elegido asimismo fuertes contrastes de luz y sombra.
A la hora de transferir el dibujo a la tabla hago una selección de elementos de manera que a veces desaparecen edificios colindantes, antenas, cables o farolas, con la intención de neutralizar e idealizar la identidad de esos lugares.
La parte dedicada a la figura humana se centra en retratos de cabeza y torso de individuos en bañador que evidencian un fuerte contraste de luz y sombra. En estas instantáneas existe una intención de radicalizar el gesto con el fin de obtener una expresividad impostada, teatralizada, que se agudiza más aún al aislar la figura de su contexto natural —la playa o la piscina—, y proyectarla sobre un aséptico fondo plano de color blanco sin sombras. Los personajes aparecen posando delante del objetivo forzando gestos de dolor o tragedia, de tensión contenida, de inquietud o desagrado. La deformación conseguida otorga una gran plasticidad a los rostros al tiempo que facilita el acceso a los niveles de lectura emocionales de la imagen.
La interacción entre estas dos imágenes —apartamento ideal-veraneante trágico—, me interesa por su fuerza expresiva y por su capacidad para impactar en el espectador no sólo a nivel sensorial, sino sobre todo en los planos emocionales —y luego intelectuales—, a través de un proceso simple de asociación.
Serie «Prelude for meditation».
2 polípticos y sonido: Díptico de 122 x 488 cm + tercer módulo de 50 x 140 cm.
Tamaño total: 122 x 628 cm cada políptico.
Técnica: Acrílico y lápices de color sobre tabla.
Montaje: Aluminio de color plata mate y lexán, cámara de aire de 15 mm.
Sonido: Pieza electroacústica de Iñaki Estrada, 08:51 min.
Primer módulo de gran formato:
Retrato de una hamaca de plástico sobre la que se ha abandonado un albornoz. En el segundo políptico se trata de una toalla de playa.
Las hamacas se presentan extendidas y en plano lateral. Una intensa luz cenital proyecta una potente sombra que ancla las hamacas al suelo. El fondo es blanco y no se marca la línea de horizonte. La toalla y el albornoz están trabajados de manera naturalista —lápices de colores— mientras que el resto de elementos compositivos son resueltos plásticamente a partir de reservas de color plano y uniforme —pintura acrílica—.
Segundo módulo de gran formato:
Figuras humanas a tamaño natural: bañistas en suspensión.
Las fotografías se realizan al aire libre para localizar fuertes contrastes de luz y sombra. Los bañistas —un hombre y una mujer— aparecen colgados, agarrados con las manos a cierta suerte de estructura horizontal. La figura protagonista del primer políptico aparece abandonada a la fuerza de la gravedad, con la cabeza caída y el cuerpo estirado, brazos y piernas verticales. El del segundo políptico es retratado en su esfuerzo por recuperar cierto dominio sobre su cuerpo, los músculos en tensión.
Ambos aparecen vestidos en estricto atuendo de playa portando algún tipo de complemento aparte del bañador: gafas de bucear, manguitos, chanclas, etc. En el módulo de la chica, la composición aparece bruscamente cortada por las muñecas de tal manera que no se ven las manos ni la estructura a la que están sujetas. En el módulo del chico, éste parece columpiarse desde una goma elástica negra.
Cada módulo incluye un cuerpo de bañista en suspensión presentado en horizontal sobre fondo blanco: al volcar los cuerpos suspendidos hacia la horizontal se crea un centro de gravedad virtual que coincide con el lugar que ocupan las hamacas.
En estos módulos de gran formato los trajes de baño, el pelo y el resto de objetos complementarios, como gafas o flotadores han sido trabajados en acrílicos de color plano y uniforme. La piel de los bañistas así como la toalla y el albornoz aparecen rigurosamente modelados con lápices de colores.
Módulos de pequeño formato:
Derrumbado sobre la hamaca y adoptando posturas alteradas, aparece el cuerpo yaciente del bañista cubierto hasta la cabeza por el albornoz —por la toalla en el segundo políptico—, a modo de ritual fúnebre. Sólo son visibles parte de las extremidades —los antebrazos con las manos y parte de las piernas con los pies—. Del resto del cuerpo sólo se aprecian los volúmenes bajo la toalla o el albornoz. Una fuente de luz cenital proyecta una potente sombra sobre el suelo.
En esta ocasión, el conjunto hamaca-bañista-toalla se presenta en gama de grises, en composición centrada y en pequeño formato, de tal manera que sólo ocupa un tercio del largo de la tabla; todos los elementos, excepto la piel de los bañistas —que aparece modelada con lapiceros—, se resuelven a partir de reservas en acrílico de color plano y uniforme.
Este conjunto de objetos en blanco y negro se proyecta sobre un fondo blanco sobre el que se marca una línea de horizonte a partir de la cual se presentan en color distintos paisajes naturales que tienen en común la introducción de cierto elemento inquietante: una gran ola cargada de espuma que empieza a derrumbarse; un fondo de altamar con cielo plomizo; una línea de playa en la que se aprecia el suave restallar del oleaje; un cielo cargado de nubes de polvo, etc.
Frustrados
Javier Hernando Carrasco, 2006.
Los retratos de las casas unifamiliares que conforman una parte de los dípticos de la serie «Quédate día feliz», transmiten una sensación de extrañeza, fruto, en buena medida, de ese tratamiento formal señalado que quiebra la lógica naturalista de la escena. En este sentido parece lógico que dicha sensación sea similar a la transmitida por obras que, aunque lejanas en el tiempo, comportan una elaboración similar. Así el análisis que Peter Sager realiza de una obra de Paul Staiger -artista inserto en el citado fotorrealismo- de 1971, titulada La casa de Tony Curtis, pareciera extraída de las de Paloma Pájaro.
« Staiger, dice Sager, no ha añadido ni eliminado objetos, sino que ha desvirtuado su materialidad mediante la inserción de pesadas zonas de luces y sombras. La sobreexposición, aumentada también artificialmente, crea aquel carácter irreal de una esfera vital puesta en evidencia como inmóvil y enigmáticamente vacía» (Peter Sager, Le nuove forme del realismo, Gabriele Mazzotta Editore, Milán, 1976, págs. 80-81).
En efecto la casa del actor norteamericano surge en esta pintura como una imagen fantasmal, porque no hay ni un sólo signo que delate la presencia de vida en su interior y además porque la definición formal pulcrísima pero fría señalada acaba convirtiéndola casi en un objeto irreal sumergido en una atmósfera no menos fantástica. También las residencias unifamiliares que Paloma Pájaro captura fotográficamente y traslada con posterioridad al soporte pictórico exhalan un aire de irrealidad. En su caso no hay duda de su estado inhabitado, ya que han sido fotografiadas durante el largo periodo invernal en el que sus propietarios residen en las ciudades a la espera de poder retornar a esos refugios costeros durante el descanso estival o en determinadas fechas salpicadas a lo largo del año. La elección de la casa deshabitada implica en sí mima una posición crítica, si cabe todavía más pertinente en estos días en los que la especulación urbanística ha alcanzado en España unos niveles verdaderamente espeluznantes, teniendo las viviendas unifamiliares costeras un particular protagonismo en el marco de esa sinrazón constructora alentada por la codicia económica. Estas viviendas de ocio, cerradas a cal y canto durante casi todo año, suscitan una reflexión sobre el derroche propio de las sociedades desarrolladas con los costes medioambientales que conlleva. Las casas que contemplamos en las pinturas de Paloma Pájaro, desde el otro lado de la verja, o sea desde la distancia, nos interrogan sobre el sinsentido de nuestra cultura del ocio, justamente aquella exaltada por los artistas pop de los años sesenta, y que otros, más lúcidos, observaban ya entonces con preocupación. Por ejemplo Guy Debord, enunciador muy anticipado de esta sociedad del espectáculo que hoy nos apabulla y de la que la cultura de la segunda residencia constituye una parte substancial.
La casa surge como fondo de una escenografía en la que el jardín se erige en protagonista, no sólo porque la precede, ocultando, protegiendo la construcción, sino también porque encarna el pretendido acercamiento del sujeto consumista a la naturaleza que concluye, obviamente, en puro simulacro. Así estas casitas acaban asemejándose a las que configuran cualquier parque temático. Es la popularización de las conductas de la alta burguesía trasladada a las clases medias. No es de extrañar por tanto que en estas arquitecturas domine el mal gusto, manifiesto en la obsesión historicista, clausurada hace ya un siglo, e incluso en la presencia reiterada de palmeras que recuerdan las casas de indianos del primer cuarto del siglo XX, un modo de exhibicionismo ramplón que desvela la sensibilidad de sus propietarios.
Si la representación se limitara a la imagen de la casa unifamiliar, como en la citada obra de Paul Staiger, el discurso se concentraría en el orden sociológico. Sin embargo, como he señalado, en la serie de Paloma Pájaro forma parte de un díptico que se completa con la presencia de una figura humana, lo que hace derivar la lectura hacia un ámbito psicosocial. Así lo que a priori parecía constituir un espacio de la dicha se convierte en testimonio de la infelicidad, sobre todo porque la artista ha concentrado la representación humana en el rostro para enfatizar lo que ella misma ha denominado «lectura emocional de la imagen».
«Prelude for meditation» prolonga la mirada sobre la actividad de ocio veraniego por antonomasia que es el ocio playero. La hamaca, como el balón en la serie precedente, es el objeto que encarna la situación y sirve de contrapunto a la figura humana que aquí aparece estirada, fruto de la suspensión de su cuerpo en una estructura superior, seguramente uno de esos artilugios instalados en la arena para disfrute de los bañistas. De manera que la horizontalidad de la hamaca se prolonga al otro lado en la de la figura humana, ya que esta última, para adaptarse al formato del díptico, es presentada en esa misma posición, lo que la convierte en una imagen extraña, por imposible. Hamaca y figura humana se recortan sobre un fondo blanco, concentrando de esa manera el sentido de la escena en ambos iconos: objetual y humano en una especie de «realismo conceptual» que, como en las otras series, genera una secuencia singular a pesar del verismo con el que están tratadas ambas figuras. La asociación formal entre objeto y cuerpo insinúa su ulterior acoplamiento, pues la hamaca es al fin y al cabo el receptáculo estático del cuerpo dinámico; un cuerpo que combina la acción y el reposo también durante esos días de asueto. En otras obras de la serie hamaca y ocupante aparecen integrados. Pero no se trata de una ocupación natural de la primera; muy al contrario, el individuo adopta posturas extrañas, absolutamente incómodas, cercanas al cuerpo yaciente; la cubrición del mismo con un albornoz reitera esa sensación que la propia autora resalta al establecer su similitud con un «ritual de muerte». En una de las obras se hace aún más evidente: Tsunami, al mostrarnos en la franja superior aquel oleaje letal. La descontextualización de este eje narrativo, yuxtapuesto y por tanto contrastado como es habitual en la artista a otra imagen: el mar, las nubes, refuerza esa sensación de soledad, de desamparo, ajenas en principio a las actividades lúdicas mostradas.
En sentido literal, estas imágenes muestran de manera sintética una desembocadura trágica que en efecto se produce en determinadas situaciones. Sin embargo, el carácter dominante es metafórico, ya que tanto los lugares representados —las casas unifamiliares costeras, las playas, como los objetos-fetiche: hamaca, balón de plástico—, y la vestimenta misma, terminan por encarnar la alienación. Como ese individuo que en una viñeta de El Roto (El País, 18.6.2006) ofrece su propio cerebro como ofrenda al dios televisor, quienes habitan las casas unifamiliares, juegan con el balón y alimentan pasivamente su piel con los rayos solares instalados en la tumbona, no son sino seres con frecuencia infelices que no logran desalojar su pesadumbre ni siquiera durante sus días de asueto, como delatan sus gestos alterados. Paloma Pájaro se interroga sobre el sentido de la sociedad de consumo, aquella glorificada por los artistas de los años sesenta, aunque ahora se empeñen en negarlo:
«Los que creamos el pop art odiábamos el mundo del consumo» ha dicho recientemente James Rosenquist (El País, 18.6.2006).
Al aplicar unos procedimientos formales cercanos a aquéllos, rebela la inocencia del discurso pop, pero sobre todo pone en liza las contradicciones cada vez más agigantadas entre consumo material y bienestar espiritual. La felicidad no permanecerá mucho tiempo pese a los deseos de quienes lo solicitan. Los sentimientos se agitarán incluso en esos falsos paraísos terrenales de la sociedad del ocio. Porque estas escenografías del simulacro no puede ocultar los verdaderos sentimientos de sus ocupantes. Así la infraestructura residencial, la parafernalia playera, no hacen sino encubrir la insatisfacción de tantos individuos de nuestro tiempo, incapaces de dar cumplimiento a la permanente incitación a los triunfos material y sentimental. De manera que la sociedad de consumo genera en su interior un verdadero batallón de frustrados.
Introducción
En primera instancia, la arquitectura en la obra de Paloma Pájaro es una metáfora del refugio, de la fortaleza personal. Los edificios racionalistas, faltos de toda estética, reúnen los condicionantes perfectos como «cámaras de cuarentena». A esto hay que añadirle un «vaciado» meteorológico. El apartamento de verano en los meses de invierno es la imago directa del cuerpo despersonalizado, de la cáscara corpórea. Las paredes blancas de litoral levantino durante las lluvias, se yerguen como monumentos, como estatuas funerarias, como mausoleos de nuestro espíritu social. En ruinas, definitivamente, de nuestra esperanza de ocio y consumo. Son homenajes también a los pretéritos veranos de bicicleta y gazpacho, a los primeros flotadores, a las divertidas olas, a las sandías y a los melones, a los chiringuitos, a la paella y las toallas, monolitos intemporales que marcan, como miliarios, el camino de vuelta a los días felices de nuestro imaginario colectivo.
Paloma Pájaro concibe estos espacios con un sentido de habitabilidad muy parecido al orden arquitectónico de la «ley de ruinas» de Albert Speer, en el que se construye, o se habita, para cuando todo esté en ruinas, o no existamos [1].
Pero, a instancias de esta simbología posatómica cuyo residuo radiactivo sigue incrementándose en el núcleo mismo de nuestra aventura capitalista, la artista elige la arquitectura como un órgano para transplantar a su nuevo mundo ideográfico. En un impulso por recobrar lo que a mi parecer son para ella locus privados, lugares de retiro, rincones tapizados de melancolía donde rediseñar la natural desconfianza hacia un mundo invertebrado y hostil. Contrariamente a lo predicho, esta edificación vacía y desnaturalizada, paradigma de proyectos urbanísticos cerriles y sinécdoque de civilizaciones enteras sometidas al mandato del producto, tiene para Paloma Pájaro esa «blancura», esa «vacuidad», y constituye para ella una suerte de «segunda naturaleza» desde la que empezar a crear nuevas miradas y sobre todo y ante todo, practicar el silencio.
Espacios del cuerpo
Es desde luego su experiencia personal la que ha elegido el cuerpo y el edificio, el ser humano y la arquitectura, como los orígenes de coordenadas para empezar a dibujar el ancho mapa del exterior interiorizado.
No es casual esta relación entre el edificio y el cuerpo, como ya nos alerta Juan Antonio Ramírez [2]. Desde Vitruvio, el cuerpo humano ha canonizado las medidas de la belleza y de la armonía para su consecuente aplicación a los modelos arquitectónicos. En Paloma Pájaro esta confluencia de cuerpo y espacio no sigue tanto un régimen de similitudes antropocéntricas, ni pretende extruir el habitáculo orgánico a la infraestructura de la edificación. Es más un malabarismo volumétrico, un constante juego entre continente y contenido. En cierto modo tenemos la duda de qué alberga a qué, y nuestras miradas se disparan de un lado a otro, intentando encontrar el origen del efecto y las consecuencias de la causa. La artista manipula el orden de alternancia a lo largo de los cuatro dípticos, y un tríptico, de la serie «Quédate día feliz», para crear esta duda sistemática. Una duda que nos hace concebir, en algunos paneles, la representación arquitectónica como un «bocadillo» de cómic, como una interpretación directa del ademán del personaje. Y en otros, como si el propio edificio fuese la envoltura del gesto, y fuesen las paredes las que acabasen por determinar la postura del individuo.
La ironía se adueña de los espacios pictóricos sobre todo a la hora de tergiversar lo artificioso y lo natural, lo externo e interno. Los individuos Cegados por la luz, desvelan esa mirada extrapolada de Paloma Pájaro, que nos alimenta de objetos y poses plagadas de sobreentedimientos veraniegos, como son los bikinis, las toallas, las hamacas o las gafas de sol, pero sobre ellos arroja una luz artificial, una luz de una potencia cruda, afilada, cortante como un millón de vatios. Acerca el sol a su taller simulando el amperaje, dejando su cuadro-fotograma expuesto hasta quemarlo, creando sólo volumen y contraste en la figura central y desechando su localización, su pertenencia al mundo en el que la imaginamos. Nos atreveríamos a recortar y pegar sus figuras humanas sobre las planchas niqueladas de nuestros frigoríficos, en la trasera de nuestros coches, en el aluminio de las ventanas o sobre las superficies plásticas de nuestras carpetas. Todas tienen esa belleza artificial que se mimetiza perfectamente con lo que poseemos y con lo que producimos. Nuestras conductas atávicas de capitalismo avanzado revientan rápidamente la capacidad simbólica de la obra de arte y la integran dentro de la economía política del signo-mercancía [3].
Pero no nos engañemos. La artista ha tejido una gran tela de araña en la que los cuerpos, los edificios y algún objeto, han quedado atrapados e inmovilizados. Con la lenta laboriosidad de una araña, ha inoculado veneno y ha deshecho los interiores. Ha vaciado literalmente los espacios internos para alimentarse y lo que nos devuelve es simplemente la apariencia de las cosas. Pero no debemos caer en la trampa, no debemos convertirnos en presas, también nosotros, de esa vacuidad.
Si nuestros sentidos llegasen a licuarse, quedaríamos automáticamente emplazados dentro el propio lienzo, como productos directos de una cadena de montaje o alimentos deglutidos en un sistema de digestión. No debemos endurecer nuestras miradas ni perder los órganos blandos del entendimiento.
La visión de las figuras manchadas de arena, con los cuerpos mojados por el agua del mar y con un bronceado interrumpido, es la que el espectador ha de dibujar más allá de la silueta, en ese blanco diáfano que la artista nos cede a duras penas para conectar con su imaginario.
Paloma Pájaro interpone este «retrato de lo externo» para cegar la entrada a su laberinto personal. Arroja la luz como un señuelo para ensombrecer y apartar de la abierta exposición sus dominios interiores. Son esencialmente formas barrocas de lectura del mundo las que adopta esta artista.
«Para el momento barroco, es verdad que las apariencias por entonces se desgajan de las verdades, de las cuales se constituyen en su sombra y lado oscuro, mientras los significantes inician lo que es su moderna separación de los significados estabilizados y normativos. De un lado queda el mundo, entregado enteramente a lo falso y aparencial. De otro, se sitúa una intimidad replegada y secreta, que a su vez deberá aprender la nueva gramática que permite leer los signos de las cosas y restablecer y suturar la enfermedad del sentido, que, ciertamente, es la enfermedad del siglo» [4].
«Tristemente triste con su cabeza triste / y un triste bikini de piel de triste tigre»
El Niño Gusano El tratamiento representacional de sus imágenes observa las distintas «máscaras» que adopta el ser. Sus obras son auténticos estudios de expresiones faciales, de gestos corpóreos. Similar a los estudios de Jusepe de Ribera, Paloma Pájaro hace un inventario de la mímica, del ademán, en un intento exitoso por controlar la apariencia, por dominar el arte de lo gestual. Pero la referencia al Españoleto no es gratuita ni espontánea. Las figuras de Paloma Pájaro constituyen esa suerte de Atlas psicológico, esa geografía de las pasiones, con las que el Barroco comienza a tejer inquietantes y secretos hilos entre el arte y la recién nacida cultura de masas.
Las luces de alto contraste, los claroscuros, las líneas ajustándose a la tensión del músculo, el patetismo gestual, los fondos neutros, los cuerpos yacentes, devuelven a Paloma Pájaro a la génesis de la Edad Moderna. Sus modelos se infiltran en los espacios de la simulación y la disimulación [5], creando enigmas de significado.
Los fondos blancos de la series «Quédate día feliz» y «Prelude for meditation» y los negros de «Y los cielos me darán la luz«, hacen que las figuras bailen sobre la misma espesura sobre la que se siluetean los vegetales en los bodegones de Sánchez Cotán. En el caso de Paloma Pájaro, los modelos flotan en una especie de coreografía espacial como ya lo hicieran los objetos de 2001, una Odisea del espacio, dibujando movimientos a ritmo del Danubio Azul sobre la límpida blancura de las paredes de la nave Discovery o la infinita negrura del espacio exterior.
La atracción de los cuerpos hacia las hamacas en «Prelude for meditation» tiene ese mismo orden gravitacional que el corredor de la película de Kubrick. Paloma Pájaro desconecta sus figuras de la realidad y las sumerge en un viaje espacial. Recorta todo sobre un Croma Key de infinitas posibilidades y las hace rotar en sistemas centrífugos y centrípetos con el afán de alterar sus condiciones físicas universales.
Es el medio acuoso el que sobrevuela constantemente su obra. Un imaginario acuático, que casi nunca aparece representado, y que sumerge todo en un distinto grado de densidad, en una atmósfera poética de cloro y sal. Todo finalmente queda anegado por las aguas del gran Tsunami, hundido en un tiempo ralentizado, parsimonioso. Los cuerpos finalmente se arrastran hasta la orilla, y quedan depositados sobre las hamacas como los sedimentos de los aluviones del Nilo.
Los propios fotogramas de la videoinstalación «A mí me salvó el amor», alteran su secuenciación, se congelan, se densifican, se encharcan. La propia película fotográfica se texturiza con ondas, burbujas de oxígeno, salpicaduras y goteos.
Toda la obra de Paloma Pájaro tiene un fuerte contenido fílmico. Sus pinturas se encadenan con la técnica del montaje. Sus miradas frente a los personajes y los paisajes son posiciones de cámara, y todo parece tener tras de sí una estructura de guión, de literatura visual, de escaleta cinematográfica. La propia superficie de los paneles guarda la proporción del fotograma.
Acontecemos pues a una narración de lo inmerso, a un plano fijo sobre la pecera social. Todo cobra un especial sentido al mirarlo con la óptica de la gruesa pared del acuario. La horizontalidad de las figuras, la «suavidad» y densificación del gesto extremo, la atmósfera musical bajo el agua, como un fueraborda roturando la superficie, las construcciones como Atlántidas sumergidas, todo desafiando a la gravedad, pretendiendo liberarse del peso y ascender hacia la luz, emerger ayudados por plataformas y balones de oxígeno y sentir la catarsis de la descompresión. Paloma Pájaro legitima así la existencia de la oquedad, la necesidad de un vacío para contrarrestar la presión y ayudar a los cuerpos a recuperar la «verticalidad».
El gran desafío en el taller de Paloma Pájaro es deshacerse del peso, romper las ligaduras y liberarse del tejido social que nos ancla. Poner freno a la producción y consumo de lastre. Al mundo de Paloma Pájaro sólo migra aquello que puede ser etéreo y cuya constitución tiene el germen de lo liviano.
Ante esta visión, el espectador ha de sentir el instinto de flotación, la fuerza de la supervivencia, el ímpetu y la razón de la ascensión, mientras todo a su alrededor, independientemente, permanezca hundido.
——
[1] Speer, Albert Memorias: los recuerdos del arquitecto y ministro de armas de Hitler. Una crónica fascinante del tercer Reich, Barcelona, El Acantilado, 2002.
[2] Ramírez, Juan Antonio Edificios-Cuerpo. Madrid, Siruela, 2003.
[3] Baudrillard, Jean La sociedad del consumo Barcelona, Plaza y Janés, 1974.
[4] R. de la Flor, Fernando Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano Madrid, Marcial Pons, 2005. p. 38.[5] A propósito de estos espacios, Bacon establece tres modelos operacionales: La discreción, para no dejarse ver cual se es; la disimulación negativa, que prueba que el sujeto no es aquél que es; y la simulación positiva, cuando se sostiene ser aquél que definitivamente no se es. En Bacon, F “Sobre la simulación y la disimulación” en Ensayos, Buenos Aires, Aguilar, 1980. pp. 36-40.